lunes, octubre 27, 2025
InicioNoticiasInternacionalesColombia: tren y el minuto

Colombia: tren y el minuto

Por: Julio César Londoño:

Durante miles de años viajó lentamente, a pie, a caballo o en barcos de remos y velas. Unos 20 km/día. Ni el cuerpo del viajero ni las fuerzas de los remeros ni las patas de las bestias ni los caprichos de los vientos permitían rendimientos superiores. Los viajes cortos tomaban varios días, los medianos semanas y los largos meses. O años. Muy pocas personas viajaban. Una de cada mil. La gente moría sin haber puesto un pie fuera del condado. El viaje de Marco Polo a la China en el siglo XIII aún es noticia.

Entonces apareció el tren. A alguien se le ocurrió ponerle ruedas a una caldera de vapor de la Revolución industrial ¡y el mundo empezó a moverse a más de 50 km/h!

Nada volvió a ser igual. Las montañas fueron perforadas y los bosques arrasados para hacer rieles, clavos y durmientes. Y para darle paso al monstruo. Las compañías ferroviarias asumieron todos los desafíos de la modernidad industrial: la comunicación telegráfica a larga distancia, la utilización del agua, el gas y la electricidad para usos industriales o domésticos, el drenaje rural y urbano, la construcción de grandes edificios, la reunión y el transporte de grupos numerosos de personas.

Y nació el minuto. Hasta entonces, el tiempo se había medido en horas. Todo obedeció a un asunto técnico: frenar un tren era difícil. El incremento de su potencia y velocidad siempre iba por delante de la evolución del sistema de frenos. Por eso los trenes eran máquinas peligrosas. Las intersecciones eran puntos muy críticos. Los itinerarios tenían que ser precisos. Al minuto. El tren no podía esperar. Por eso había relojes en las paredes de las estaciones y en los bolsillos de todos los empleados.

Hasta 1825 el mundo estuvo hecho de espacio. Después su sustancia fue el tiempo.

La ciudad cambió. Su epicentro ya no fue la plaza, la catedral ni el ayuntamiento sino la Estación Central. Barrios enteros fueron demolidos en Londres, Berlín, París, Nueva York o Bombay para construir estaciones. Y no fueron hechas de cualquier manera. Los arquitectos sabían que estaban erigiendo las catedrales de una nueva era. “Sus diseños iban del gótico al neotudor, del griego clásico al barroco, del beaux arts al neoclásico. Los pintores estuvieron atentos desde el principio: Turner pintó Rain, Steam and Speed (1844), Monet La Gare Saint Lazare (1877) y Hooper Grand Central Station (1909)” (Tony Judt, Cuando los hechos cambian).

En los vestíbulos y bajo los arcos que cubrían las vías aparecieron puestos de periódicos, comestibles, medicamentos, floristerías, agencias de viajes, relojeros y oficinas de correos y telégrafos: fueron los primeros centros comerciales, ese complejo de argucias para desplumar parroquianos, ese engendro del que no sabemos cómo salir. En los alrededores se construyeron hoteles, bares, restaurantes, joyerías y burdeles caros. Se trazaron amplias avenidas que atravesaban la ciudad y se intersecaban en la estación.

Aunque hoy la gente cubre distancias largas en avión, el tren sigue siendo el más barato en las distancias medias e indispensable para solucionar el problema de movilidad en las grandes ciudades. Una ciudad grande sin metro es inviable. En el cine, el aeropuerto no compite con la estación. El tren es mucho más poético. Más próximo. Se puede tocar. La gente puede pasar junto a él en el andén y la cámara puede tomar el conjunto. La atmósfera. El silbato suena mejor que las turbinas, el héroe puede correr tras el tren, y ella puede verlo con sus ojazos angustiados desde la ventanilla.

El Espectador

RELATED ARTICLES

MAS POPULAR