Buenos Aires – Argentina – 02/09/2020: Nuestro atraso ferroviario no se limita a los trenes de carga y afecta también a los de pasajeros. Carecemos de una red de alta velocidad. La destrucción de nuestros ferrocarriles ha sido una política deliberada y ahora no parece haber suficiente interés en revertirla.
Se habla mucho de los cambios estructurales que deberían seguir a la pandemia pero es raro que se los especifique. ¿Cómo lograr poner fin a una decadencia que se ha convertido en un fenómeno acumulativo que conduce al desastre?
Propongo que examinemos aquí un retroceso en particular, que nos cuesta fortunas, que contribuye a aumentar el calentamiento global y que le ha dado un poder insólito a notorios barrabravas del sindicalismo argentino. Me refiero a la destrucción de nuestros ferrocarriles.
Un poquito de historia. Hacia fines del siglo XIX se les dieron grandes concesiones a capitales ingleses y franceses, que importaron vías, locomotoras y vagones y recibieron además las tierras adyacentes a las vías de modo que pasaron a ser grandes latifundistas. La parte positiva es que así se dotó al país de la 10ª red más avanzada del mundo. Lo negativo es que el trazado se hizo básicamente al servicio de la agroexportación, de modo que fue un abanico con vértice en el puerto de Buenos Aires y no interconectó a las provincias.
Pasado su período de esplendor, la crisis del ferrocarril se precipitó desde la depresión de 1929/30 debido a la falta de inversiones y a la emergencia del camión. En 1946, el gobierno de Juan Domingo Perón compró la red francesa y, al año siguiente, estatizó los trenes en manos de los ingleses.
Fue un óptimo negocio para los vendedores – Perón argumentaría después que se usaron los fondos argentinos acumulados en esos países durante la guerra y estaban congelados allí – pero abrió también una excelente oportunidad para el país. En buena medida, ésta fue aprovechada, a pesar de un abultado crecimiento del aparato administrativo.
Luego de 1955, sin embargo, se desandó el camino y llegamos así a 1991, cuando Carlos Menem violó otra de sus promesas electorales y, de la mano de su ministro de economía Domingo Cavallo, redujo drásticamente el personal, liquidó dos tercios de las redes viales y otorgó concesiones por 30 años prorrogables. Se cerraron 800 estaciones sólo en la provincia de Buenos Aires, con lo cual pueblos enteros quedaron incomunicados y fueron abandonados.
El plan resultó un fracaso, además de que el estado nacional continuó subsidiando y proveyendo de insumos a las empresas. Los gobiernos que siguieron o consolidaron el desguace (entre 2011 y 2014, durante la presidencia de Cristina Fernández, el transporte de cargas por tren cayó a un promedio del 20% anual) o sólo pudieron dar inicio a la recuperación (entre 2015 y 2019, el Plan Belgrano de Mauricio Macri comenzó el tendido y la recuperación de vías en las provincias del Norte y duplicó el bajo volumen transportado).
Ocurre en esto algo bastante singular. Para informarme sobre el tema consulté fuentes muy diversas y, en el país de las grietas, me sorprendió la coincidencia general en el diagnóstico, aunque luego diverjan las soluciones que se plantean.
Sin duda, es un asunto crucial que tendría que ocupar un lugar prominente en la agenda pública y, no obstante, son escasos los dirigentes políticos que lo levantan como la bandera que hoy debe ser en materia de cambios estructurales urgentes. Veamos por qué.
Tanto en los Estados Unidos como en Alemania, un 80 % del transporte de cargas de mediana y larga distancia se realiza por trenes, con una velocidad promedio de 100/120 kms por hora. En nuestro país, la cifra no llega a la décima parte, la velocidad ronda los 30 kms por hora y hay una media de casi dos descarrilamientos diarios. Antes, por ejemplo, el traslado de azúcar desde el Norte favorecía al tren en una proporción de 6 a 1 sobre el camión mientras que ahora este le gana al primero por 2 a 1.
Con lo cual llegamos a uno de los nudos gordianos del problema. Controlado desde hace unas tres décadas por el incansable dirigente peronista Hugo Moyano, el Sindicato de Camioneros se ha convertido en una potencia, debido tanto a su cantidad de afiliados como a los caudalosos fondos sin auditar que maneja y a los métodos violentos que emplea.
En julio de este año, por ejemplo, volvió a correr un tren de carga del Urquiza entre Posadas y Zárate. Al día siguiente, una fábrica de pasta de celulosa que lo utilizó fue bloqueada y paralizada por los camioneros, fieles a su lema de golpear primero y negociar después.
Como es sabido, a un nudo gordiano se lo desata o se lo corta. Nada más alejado de las intenciones de Alberto Fernández, que viene de definir a Moyano como “un dirigente gremial ejemplar” y de recomendar a los demás sindicalistas que “sean como él” y “nunca cedan”.
Se imponen algunas comparaciones ante el triunfo de los camiones sobre los trenes. Una sola locomotora arrastra vagones cuya carga equivale a la de 50 camiones y consume 3,5 veces menos combustible. En tramos mayores a los 600 kms., el costo del tren es un 50% inferior al del camión.
Pero hay mucho más. Según la Universidad Tecnológica Nacional, montar 1 km. de vía férrea cuesta menos de la mitad que construir 1 km. de autopista, tiene más del doble de vida útil y una capacidad de tráfico que la supera unas 17 veces en volumen. Con un agregado no desdeñable: mientras las empresas ferroviarias deben invertir en mantener las vías, no sucede lo mismo con los camiones y las rutas que dañan (y congestionan) con su uso. Por otra parte, un camión contamina 30 veces más que una locomotora y contribuye así al temible calentamiento global en curso.
Es un asunto que tiene que ingresar con fuerza en el debate público. Claro que nuestro atraso ferroviario no se limita a los trenes de carga y afecta también a los de pasajeros. Carecemos de una red de alta velocidad. En Alemania, por ejemplo, es la que hoy transporta a los pasajeros de larga distancia y llega a los 320 kms. por hora. China posee ya la más extensa del mundo. En nuestro país, no disponemos de trenes comparables que unan siquiera Buenos Aires con Córdoba o Rosario. Y ello a pesar de que se lo considera el medio más seguro del mundo, por delante del avión. Debo cerrar nuestro recorrido. Abramos la discusión.
Fuente: Clarín