viernes, abril 19, 2024
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Canadian Pacific: la empresa de ferrocarril que construyó la imagen de un país

En 1867 EEUU compró Alaska, y el Imperio Británico se echó a temblar. La potencia del ‘God Save the Queen’ había fundado, veintisiete años antes, la provincia que quedaba entre esos dos territorios de Norteamérica. Canadá, de pronto, se vio convertida en la mortadela de un emparedado que la república federal del ‘In God We Trust’ se podía zampar en cualquier momento.
Entonces Canadá no era el país de hoy. Estaba formado por tres entidades distintas. Los británicos pensaron que debían unificar ese territorio para hacer frente a las ansias expansivas de los estadounidenses. La nación donde surgió la revolución industrial aplicó su fórmula infalible para conquistar el mundo: construir líneas de tren hasta poseer el horizonte.

Todos los políticos y empresarios de la época sabían que el ferrocarril era imprescindible para el desarrollo económico de un lugar. Inglaterra lo había demostrado. Ahora tenían que aplicarlo a esas vastas tierras de lagos y montañas. Las vías del tren debían coser las tres entidades y hacer que por sus costuras corrieran vagones de mercancías, carruajes de pasajeros y furgones atestados de soldados y armas.

Además, los políticos británicos vieron en sus posesiones canadienses una nueva ruta comercial y militar para llegar hasta sus colonias en Asia. Era imprescindible construir el camino terrestre entre el Atlántico y el Pacífico. Había que montar un país y lo harían instalando una red de trenes.

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En 1879, el ministro de Obras Públicas de la Confederación de Canadá, Charles Tupper, declaró: «El sistema ferroviario Pacific formará una autopista imperial a través del continente de América exclusivamente en tierra británica y conformará una nueva e importante ruta desde Inglaterra a Australia, a India y a todas las dependencias de Gran Bretaña en el Pacífico, como China y Japón».

No fue fácil. A menudo los raíles se venían abajo y tenían que reconstruirlos. El tramo más complejo fue el del cañón del Fraser. Las autoridades encargaron la obra a Andrew Onderdonk, un hombre con mucha experiencia y vastos recursos. Ante la dureza del trabajo, el empresario estadounidense fue en busca de obreros chinos. Eran mano de obra eficiente y barata. A ellos asignaban las tareas más peligrosas y por eso muchos morían bajo túneles que se venían abajo y explosivos que estallaban cuando no debían. En números, dos operarios por cada 600 metros de raíl construido.

También fue difícil encontrar financiación. Los costes del ferrocarril resultaron mucho más altos de lo previsto y las autoridades no vendieron tantas tierras como previeron para pagar a los constructores. Después de mucho sudor, pesar y muerte, el 7 de noviembre de 1885, el tren conectó las confederaciones de Canadá. Donald A. Smith, uno de los constructores más famosos del Imperio Británico y cofundador de la compañía, declaró: «Todos sabemos que la vía férrea de Canadian Pacific ha ayudado a construir una nación».

Ya estaban los trenes y las vías. Ahora necesitaban pasajeros. William Cornelius Van Horne, el primer director general de Canadian Pacific, se había propuesto llenar los vagones de viajeros. Pero ¿quién querría visitar la nada? Canadá apenas era conocida en el mundo. Había que construir el deseo de explorar sus valles y sus montañas. Y para eso reclutaron a los mejores artistas y publicitarios del Imperio Británico. «Si no podemos exportar los paisajes, importaremos los turistas», dijo Van Horne.

La publicidad de esta compañía fue erigiendo también la imagen del país. En los anuncios y folletos donde Canadian Pacific vendía sus carruajes de lujo y sus viajes de aventura, mostraban escenarios que a la vez configuraban la percepción de Canadá. Esos dibujos y esas fotografías situaron a esta región en el mapa.

Marc H. Choko llegó a esta conclusión después de muchos años investigando el diseño gráfico canadiense. El profesor emérito de la Escuela de Diseño de la Universidad de Quebec rastreó museos, colecciones privadas y casas de subastas para reunir cientos de folletos, carteles y piezas publicitarias que hoy muestra en su libro Canadian Pacific, Creating a Brand, Building a Nation (Canadian Pacific, crear una marca, construir una nación), de la editorial Callisto.

Van Horne diseñó la estrategia de marketing y comunicación que sacó a Canadian Pacific y a Canadá de un lugar remoto en el mundo y erigió muchos de los estereotipos que hoy todavía asociamos al país. Fue un visionario, según Choko.

Reclutó a los mejores artistas y publicitarios de Inglaterra y Estados Unidos para sus campañas. El empresario se tomaba el asunto muy en serio. Tanto que para elaborar uno de los primeros cuadernillos publicitarios, The New Highway to the Orient across Mountains, Prairies and Rivers of Canada (La nueva autopista hacia el Oriente a través de las montañas, praderas y ríos de Canadá), dedicó tres años de trabajo y contrató a los mejores fotógrafos.

A finales del XIX el tren descubrió escenarios insólitos desconocidos hasta entonces. Pero esa era solo una parte del camino. El destino final de este viaje era la ambición de construir un emporio de transportes y turismo. En 1886 Canadian Pacific inauguró el lujoso hotel Banff Springs, junto al Lago Esmeralda, en la provincia de Columbia Británica. A poca distancia de las vías edificaban paradores.

Así proporcionaban a las élites victorianas y a los estadounidenses acaudalados un espacio que ocupar al bajar de los carruajes. Ahora solo quedaba ocupar su tiempo y para eso organizaron actividades de senderismo, escalada e hípica en los parajes de alrededor.

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La compañía también se afanó en llenar la prensa de artículos sobre aquellos lugares recónditos y esos recorridos fantásticos divisando montañas desde la ventanilla del tren. Canadian Pacific invitaba a periodistas extranjeros a conocer sus trenes y hoteles más lujosos con todos los gastos pagados. Así, entre tanta pompa, no era difícil sacar a los reporteros grandes palabras de emoción en sus artículos sobre aquel destino.

En 1919 presentaron el TransCanada Limited como el tren más rápido de América del Norte. La calidad de la comida y las bebidas de sus restaurantes era excelente. Además, por sus vagones y sus hoteles, las copas corrían sin reparos. Allí no pesaba la Ley seca que impusieron en los años 20 en el país de al lado. Esa prohibición resultó decisiva para vender todos los pasajes. Los estadounidenses adinerados optaron por pasar sus vacaciones en Canadá. Ahí podían beber lo que les viniera en gana.

Aunque en aquel ferrocarril no todo era profusión. En los trenes de pasajeros el lujo quedaba reservado a la primera clase. Esos vagones eran como una mansión, con recibidor, sala de estar y dormitorios equipados con su propio baño. En la segunda y tercera clase, en cambio, los asientos y las literas eran de madera. Los únicos objetos mullidos sobre los que reclinarse durante las inacabables horas de camino eran unas almohadas y unas cortinas que ofrecían para alquilar a cambio de unas monedas.

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El número de pasajeros crecía a la vez que aumentaba la importancia de la publicidad. En los años 20 los directivos de Canadian Pacific descubrieron que algo que parecía tan anodino y meramente utilitario como las hojas con los horarios y los destinos de los trenes se podía aprovechar para anunciar la compañía. La pretensión de este emporio de llegar tan lejos como fuera posible ya no requería grandes obras de ingeniería. Había que aprovecharlo todo. Hasta los panfletos de llegadas y salidas.

Pero la tierra no fue suficiente para esta corporación. También querían poseer los viajes por el mar. Así, desde finales del XIX hasta la Segunda Guerra Mundial, Canadian Pacific fue el mayor operador de barcos de vapor del país. En medio de esa contienda, en 1942, ascendieron al cielo y crearon la línea aérea Canadian Pacific Air Lines.

Nada podía detenerles. Ni siquiera esa descarnizada lucha transoceánica. La firma que erigió la visión más idílica de Canadá jamás vio más límite a sus trenes, sus buques y sus aviones que la circunferencia de la Tierra.

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