Los años de la peste, de las noches sin día, de la desesperanza. Los años de Rodrigo D. No Futuro, de una ciudad sin horizonte, del colapso social. Medellín, después del esplendor industrial de gran parte del siglo XX, agonizaba a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa.
En su momento más complejo y haciendo de tripas, corazón, la dirigencia y la sociedad cerraron filas para sacar adelante el proyecto que comenzó su transformación urbana. La región superó los dilatados pleitos con el consorcio constructor, empeñó parte de sus impuestos hasta el 2083 y padeció la parálisis de las obras durante 38 meses para finalmente ver a rodar su tren tras 12 años de construcción.
Los rieles de la líneas A y B del metro fueron los canales por los que la ‘cultura metro’ comenzó a implantarse en la ciudad.
Ese trazado se desvió e irrumpió en el Centro de la capital de Antioquia, el lugar más caótico de la ciudad hoy, y también hace 20 años. Pasó en frente del Palacio de Justicia, del Museo de Antioquia y de las esculturas redondas y broceadas de Fernando Botero, tal vez el artista colombiano más importante de todos los tiempos.
Pero la historia del metro pasó la página desde el aire. Santo Domingo Savio y San Javier, dos barrios rezagados por la violencia, el desarraigo y el olvido, recuperaron algo de su dignidad e integración por medio de cables aéreos, antes solo pensados para el turismo.