viernes, mayo 10, 2024
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Un servicio afectado por la desinversión

Jamás la Argentina tuvo un sistema ferroviario superavitario. De hecho, los ferrocarriles en el mundo son esquemas cuyos beneficios son muchísimo más grandes que la simple cuenta de ingresos y gastos.

Ahora bien, lo que sucede en este tiempo es mucho más profundo. Las boleterías recolectan apenas el 6 por ciento de lo que gasta el ferrocarril. Dicho de otra forma, seis pesos de cada 100. Es, quizá, la ecuación más pobre que ha tenido el sistema ferroviario argentino.

Además de la histórica viveza argentina de no pasar por los molinetes, la debacle en la recaudación empezó a ocurrir después de la tragedia de Once. Pocos meses después de aquel febrero de 2012, el anterior gobierno padeció una suerte de vergüenza ferroviaria. Tenía pudor de cobrar, aunque sea unas pocas monedas, por un servicio que no podía asegurar al usuario ni siquiera seguir vivo al final del andén.

Durante al menos dos años, no hubo controles en gran parte de la red. El ferrocarril Sarmiento directamente dejó de exigir el pago en sus estaciones. Otros, el Roca o el San Martín hasta que cambió sus formaciones, hicieron más laxas las exigencias. Apenas las terminales, y en algunos casos, mantuvieron la obligación de pagar.

La cantidad de pasajeros que compraban sus boletos se desplomó. Ese sistema de evasión individual actuó en combinación con las tarifas congeladas. Mientras los costos de la red aumentaban a un nivel de alrededor de 40% por año, entre operación y masa salarial, el boleto estaba quieto.

A la costumbre evasora se sumaron los años de desinversión. La gran mayoría de las estaciones de toda la red de trenes, con la excepción de las cabeceras, prácticamente no tenían molinetes en los ingresos. Los andenes estaban liberados -y muchos aún lo están- a tal punto que durante meses era imposible pagar el boleto, aunque el terco usuario así lo deseara. La falta de monedas, en un momento, o directamente las boleterías cerradas impedían la compra del pasaje por más cumplidor que sea el pasajero.

La diferencia entre los ingresos y los gastos empezó a distanciarse a tal punto que se llegó a un extremo que desnuda el problema. Mantener las boleterías abiertas de toda la red sale mucho más que el 6 por ciento del total de gastos del ferrocarril.

Por lo tanto, si se dejase de cobrar, se ganaría mucho dinero. Claro que ahora existe la tarjeta SUBE y allí radica parte de la solución. Pero, más allá de la tecnología, deberá cambiar el compromiso de los pasajeros, que de a poco abandonaron la vandalización de las unidades. Ahora falta la voluntad de pagar. Y también, de cobrar.

Fuente: La Nación

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